A la güirra nadie la hubiera conocido nunca, ni por el escote ni por los aretes en la lengua ni por los guindajos del ombligo, si no es por el escándalo que le armaron sus amigas del movimiento Las Arrobas, quienes se encargaron de pasearla por aulas y televisoras con tal de liquidar al Renco y halar agua para su molino. Oriunda de un barrio triste de Cartago, donde a las nueve de la noche apagaban todas las luces de la calle mayor, Kattia Yorleni se crió en los pasillos de un claustro conventual, disimulado como kindergarden, bajo las rígidas normas de las madres oblatas. En su colegio, La Inmaculada, ganó dócilmente los grados y no fue sino en la UPA –cuando matriculó clases de danza y se decoró toda con piercings– que se lanzó de bruces a la vida con un afán devorador que la condujo al desastre por todos conocido. Ya de joven tenía serios conflictos con sus padres y con sus hermanos, y con los vecinos de su nueva barriada tibaseña, por lo que pasaba todo el tiempo fuera en labores de voluntariado, en actividades de la bohemia o en cursos libres de alguna vaina. Su falsa imagen dominguera, de misa de cinco, de novicia cartuja, era sólo de exportación, de apariencia, pues se daba muchos gustos en secreto. Ya con escritorio de Oficinista Dos en la UPA, alquiló un departamento en Sabanilla y allí pegaba gritos estentóreos cuando la completaban sus amigos, y muchas veces las amigas. Cuando le llegaban tales visitas, casi siempre en día de pago, los condóminos debían desalojar el lugar y retirar a los niños del entorno, porque la muchacha era demasiado expresiva y se excitaba tanto en sus regodeos sexuales, que solía pegar alaridos y externar, con todo detalle, cuanta diablura estuviera haciendo con su pareja. Perdía los controles vocales y cantaba, o contaba, la canción completa. –Hay que tener cuidado con esa chavala –le advirtió Perro e’rico al Partiquino, que siempre jugaba de vivo– porque es de las que narran el partido. A mi casi me jode la carrera judicial con sus explicaciones para la gradería una noche que la metí en la office del Rectórum.
ECHÉMOSLE UNA GÜIRRA
Estimulado por las conversaciones en La Cueva del Puma y asqueado por los procesos de corrupción y decadencia observables en una entidad a la que había dedicado alma, vida y corazón, como gustaba decir, el Renco Bolaños descerrajó una sarta de denuncias contra la desaparición de fondos presupuestados; contra la garrotera de don Nefando; contra la masterización de la academia; contra las frivolidades del nuevo programa de estudios y, de paso, contra la sospechosa pasividad de don Máximo y sus complacientes asesores. El Totolate alcanzó gran notoriedad cibernética por sus constantes hallazgos de lo podrido, que siempre gústale a la gente; y muy a menudo se burlaba de las “ondas posmodernistas en la enseñanza” y de “las histerias feministoides” que alborotaban el campus. Don Maximito ya no podía aguantar más al picante espacio electrónico, sobre todo porque algunos de sus editoriales eran reproducidos en la prensa nacional y su escaso prestigio se veía socavado cada vez que lo mencionaban en La Extra o lo retrataba El Policiaco. –Tenemos que hacer algo muchachos –convocó don Galli a sus socios, quebrando la mano hacia atrás más de lo acostumbrado–. Este carajito está cogiendo más fuerza de la que conviene y si no lo paramos hoy, no habrá quien lo detenga mañana. Vicios no corregidos, crecen desatados; ya lo dijo doña Merula. –Bueno, la orden de despido la puede firmar la Doctora (miró hacia la Muertica) y el Renco no toca ni el quicio en menos de un tris. Pa’eso somos empresa privada. –aseguró jactancioso el Secretario Secretario, con su nuevo corte de pelo, también a la plancha, como doña Gloria. –Vea, don Máximo, con todo respeto, yo sugeriría que no nos echemos ese chicharrón encima sin pensarlo un poquito. Este cabrón de Bolaños tiene su gente entre los ecológicos y los comunistas (que ahora son lo mismo) y nos pueden armar un escándalo no sabemos por qué lado –apuntó siempre sobalevas el Partiquino. –Mejor busquémosle la comba al palo... Averigüemos por dónde es que renquea el renco y le damos por donde duele –abrió la boca la Muertica que, como la Dos, jamás hablaba. Por eso se llevan de maravilla. Se entienden por señas. –Esa es buena idea –dice el SS–. Estudiemos cuáles son sus gustos, sus defectos, sus virtudes. Hagámoslo, como dice Gloria, sociológica, científicamente... ¿Está casado el maje?... –Sí, claro, tiene dos hijas pequeñas –responde don Nefa. –Denunciémoslo por desfalco y así lo echamos con deshonra –dice el Partiquino. –No, por ahí estamos jodidos. No es que sea muy honrado –porque lo que es en plata, a todos se nos cae una peseta– pero es que el Renco no maneja ni un cinco en su despacho –aportó don Maxi, que sabía de gavetas. –Si hasta las fotos se las regala ese baboso y fresco que llaman Gazpacho –aclara el Partiquino. –Yo les tengo la salida –dijo don Nefa–. Este maje yo lo conozco: es medio alborotado con las mujeres. Se pone loco con solo ver una pierna, aunque sea de chancho... Entonces arriémosle por donde le duele: ¡Echémosle una güirra! –¡Una güirra, uy!, ¿cómo una güirra?... Nunca había oído esa expresión –sonríe pálida y con ojos cuadrados la Muertica. –Pues diay, una zorra, una turra, una hetaira, una ramera, una percanta, una mariposa nocturna... –gesticula don Nefando, que sabe de crucigramas. –Lo que Nefa quiere decir es: una trabajadora del sexo, una muchacha, Leda. –Quebró otra vez la mano Maximito. –No, si eso yo lo entiendo, tan tonta no soy; lo que no capto es la idea de echársela encima, o sea... –la Muertica. –Vea doctora: le paseamos una güila por su oficina, le sacamos unas fotos y, una vez que lo haya estorrentado suficiente, le pegamos una acusación con su Reglamento de acoso sexual... ¡Y ya está!... Usted sabe que de allí no se salva nadie –otra vez Nefando–. –Díganme, ese maje ¿es piernófilo, nalgófilo o tetófilo? –Yo creo que piernófilo –dice el SS. –¡Ah, entonces yo le tengo la nena! –exclamó, y pidió perdón por gritar, el Partiquino–. Hay una chavala en Recursos Humanos a la que le cuadra exhibir sus dotes. Yo la he tratado de cerca y creo que ella nos ayudaría porque es muy amiga mía. Se llama Kattia. –¿Cuál Kattia?, ¿Kattia Yorleni? –se interesó inocuamente el SS. –Es correcto –responde el Partiquino. –Esa es un hembrón –comentó don Maxi, que tenía sus desvíos. –Y yo que siempre pensé que era de Las Arrobas –opinó Nefando. –Sí, si es miembra, pero eso no le hace. Más bien nos sirve –acotó el Partiquino. –Ah, ahora capto... La idea es echarlo de la UPA por acoso sexual, como en Disclosure –se iluminó de pronto la Muertica. –Eso doña Muert... ahora sí se puso Ud. las pilas –Nefando, que recordó un poco tarde que ella no sabía del apodo. –¿Y no creen ustedes que pueda ser contraproducente en un país tan machista, digo, que lo podamos convertir en un héroe?... Vean lo que ha pasado con Clinton y la Lewinski, ahora él dicta conferencias en universidades europeas y cobra $1 millón por cada charla –insiste la Doctora en Obstetricia. –Ah, pero eso es Clinton... Bolaños tiene acento de nica y los ojos divorciados. Si lo agarramos en esta, lo hacemos mierda –señala el Secretario Secretario; nunca tan malhablado, por órdenes de la Macha. –¡De acuerdo con mi jefe! Le vamos a hacer lo que llamamos en Cambridge un caracter kill y de esa cama no se levanta –apunta el Partiquino. –Okey, ¡está bien!, encárguense ustedes del mecanismo, pero yo no quiero saber nada. Aquí no se habló nunca de esto. La doctora y Nefando coordinen el proceso y no me vuelvan a hablar de eso hasta que lo tengan en la de Robespierre, para que yo le suelte el mecate... Ah, y por supuesto, yo no sé nada del asunto –levantó la sesión, se frotó las manos y caminó hacia el baño Gallina de Trapo. Cuando Kattia Yorleni invadió al cubículo de Bolaños, con un escote exagerado y una minifalda transparente en el enero más frío de la última década, Bolañitos se dio cuenta que sus intenciones no eran las de pedirle trabajo como pasante, sino soltarle la caballería para algún fin que él, por el momento, no comprendía, si hasta archifeo lo consideraba su esposa. Kattia lo siguió visitando. Cada vez el escote más bajo y la minifalda más alta. El Renco no cayó en sus provocaciones, pero sí la miró con ciertas ganas y alargó todo lo que pudo las conversaciones para apreciar aquel par de dunas flamantes que la muchacha le ofrecía, y verla cruzar las piernas al mejor estilo de la Stone o pedirle un pedazo de chicle aunque ya estuviera mordido. Cinco veces estuvo Kattia Yorleni en el abierto cubículo de Bolaños. No lo pudo sacar ni para fumar un cigarro, pero la acusación, ya por escrito y ante notario, decía que el Renco la había perturbado con sus palabras y, sobre todo, con su mirada. Se movilizaron las arrobas, el DF amplificó la denuncia con ojos lascivos y manos toconas; dijeron: “este es nuestro”. Don Máximo procedió según reglamento: nombró un tribunal examinador con doña Crisálida, la Tercio y Tita Boyardo, quien lo presidía. Se reclutaron varias testigos complacientes y, luego de una observación detenida, se llegó a la conclusión de que efectivamente, Miguel Bolaños había mirado a la suculenta muchacha como si fuera “un bistec encebollado” –palabras de ella– lo cual, por no estar estipulado en el Reglamento de doña Muertica, se determinó, por unanimidad, como “falta grave” y se recomendó el inmediato despido sin responsabilidad patronal. Todas las alegaciones médicas del Renco, sobre su defecto en la vista que lo obligaba a mirar turnio y acercarse demasiado a los objetos, fueron desechadas por el honorable jurado y, con el visto bueno de don Galli, lo mandaron para su casa, sin sueldo y sin prestaciones. Bolaños interpuso de seguido una demanda penal contra la UPA y sus propietarios, y alcanzó a proferir una sorpresiva maldición antes de poner los pies en la calle: “todas esas viejas tortilleras van a pagar caro lo que hicieron y si la justicia de aquí no se ocupa de ellas, de los infiernos les van a jalar las patas”. Para sorpresa de los que todavía recuerdan el suceso, casi todos los participantes en la conspiración de la güirra sufrieron, en efecto, algún descalabro personal inusitado, cuando no murieron de pestes, cataclismos o accidentes inverosímiles. Debidamente asesorada por la Master Zaida Guzmán, quien se acercó para darle falso consuelo, la esposa del Renco sucumbió en la amarga incertidumbre de infidelidad que le inculcaron Las Arrobas y lo echó de la casa con una denuncia por violencia doméstica redactada en el propio DF sin costo ni trámite, ni testigos, ni prueba. El Renco se lanzó a las calles a vender discos compactos pirateados y, con una mueca de dolor, se quedó esperando que los lentos y tábidos tribunales de justicia alguna vez emitieran un fallo en su favor. Murió de tristeza sin recibir ni un acuse de recibo. La güirra, en cambio, fue conducida por Las Arrobas a todos los órganos de prensa, televisión incluida, para apoyar la causa de la mujer agredida, de modo que se hizo célebre entre las feministas. Pero muy poco tiempo después, toqueteada en lo bajo y sin permiso por la ardiente peruana, abdicó del movimiento y solo le quedó la mancha. Para su desgracia, fue siempre conocida como “la güirra del renco” y, funámbula, llevó esa insignia por todos los night clubs del Caribe, adonde ventilaba sus penas como stripper y cantante de karaoke.