Escritor Carlos Cortés
Esta es la versión completa de las palabras de C. Cortés en la noche de lanzamiento en el Instituto Mexicano, 5 de noviembre de 2012. Un artículo más resumido apareció en Ancora el 7 de abril de 2013. El siglo XX convirtió en industria casi todo lo que los siglos XVIII y XIX concibieron en forma de arte. Quizá uno de los pocos géneros que permanecieron fieles a sus orígenes fue el arte de la conversación o entrevista específicamente literaria, que alcanzó un esplendor en el siglo XX difícil de igualar en el futuro. Por supuesto que también se permitió sus excesos y el natural malentendido entre persona y personaje, figura y figurón, importancia y fama a que se prestó toda la modernidad, nacida y muerta por el acero de la frivolidad y de la insignificancia. Ha seguido fiel a sus orígenes porque la entrevista suelta o el libro de conversaciones literarias nació como una emanación de una personalidad poderosísima y, valga la redundancia, personalísima. Tal es el caso de sus célebres antecedentes: La vida del Doctor Johnson de James Boswell (1791), aún considerada como una de las más perfectas biografías de la historia, o Las conversaciones con Eckermann de Goethe (1825). En el siglo XX la entrevista literaria se convirtió en literatura. El género se volvió canónico en la célebre serie “Writers at work” de la revista The Paris Review ¬–que se publicó en español bajo el título de El oficio de escritor y Conversaciones con escritores y recientemente por medio de tomos separados por géneros y movimientos. Desde 1953, The Paris Review llegó a entrevistar a los principales escritores del mundo, la mayoría angloparlantes, en una primera etapa, pero después de 1966 entrevistaron a Borges y a muchos otros escritores de Latinoamérica, conforme el boom internacionalizaba la literatura continental. ¿A quién no le gustaría leer como si estuviera escuchando a Oscar Wilde? Cuando el autor irlandés aseguró que reservaba el talento para la literatura, pero el genio para la conversación, profetizó la avalancha de subproductos que en el siglo XX inundó el mercado literario. Jorge Luis Borges, entonces, dejó de ser el narrador argentino de Ficciones para convertirse en un autor internacional célebre por sus chascarrillos y juegos verbales. A Borges se le cita, pero no se le lee, ni se le conoce, como a muchos autores, pero de esta confusión no son culpables sus contertulios igualmente célebres, como Ernesto Sábato, con quien publicó en 1976 unos Diálogos que siguen siendo inigualables. La buena entrevista literaria es una conversación, un diálogo, un intercambio, un arte en voz alta: no oculta ni sepulta la obra sino que la ilumina, reconstruye un atajo de palabras que va de la palabra escrita al habla cotidiana y que vuelve visible las ideas, imágenes y obsesiones del escritor: entrevista, intervista, entrevisto. Por esa razón algunos autores han incluido sus conversaciones entre sus títulos como si fueran una obra propia, como es el caso de El olor de la guayaba de García Márquez y Plinio Apuleyo Mendoza y Entre la sangre y la letra. Conversaciones con Carlos Catania de Sábato (1988). Esto solo se logra gracias a una confabulación simpática, a una compenetración mágica difícil de explicar que lleva a García Márquez a decir que la entrevista es como el amor: es cosa de dos, a veces sale y a veces nones, como los amores. Tengo en mi cubículo de trabajo una fotografía que me sigue fascinando. La tomó Mario Roa en 1975 en la sala de sesiones del antiguo edificio del diario La Nación, en avenida primera. Las miradas se concentran en la frente amplia, poblada de arrugas, los anteojos de culos de botella levemente caídos sobre el rostro y el gesto enfático de Ernesto Sábato, que le da ese inconfundible aire de “gran niño solo esperando un tren que nunca llega”, como lo describió Carlos Catania. De espaldas se encuentran José Marín Cañas y el director del periódico, Guido Fernández, y a los lados Catania, entonces residente en Costa Rica, con expresión severa, y Carlos Morales, “inventor y dueño de esta cafetería”, según Joaquín Gutiérrez, quien fuma un cigarrillo con la atenta displicencia de quien controla las cosas. Sobre la mesa se aprecia el inmenso grabador de casete que, como una innovación tecnológica, sustituye las cintas de carrete abierto. Como ocurre con el arte de la fotografía, el momento decisivo de Henri Cartier-Bresson, este encuentro es irrepetible y del grupo están vivos Catania, quien volvió a Argentina y se convirtió en uno de los principales biógrafos de Sábato, y Morales. Sin embargo, lo que está vivo, lo que subsiste al paso del tiempo, y que le da asidero a esta conversación y a las otras 15 que componen El café de las Cuatro, no lo vemos. Es su sustancia. Es lo que le da sentido al hecho de haber reunido y editado por primera vez el tomo en 1985 y relanzarlo en una nueva edición corregida y aumentada en el 2012. El café no son meras entrevistas y aquí radica su vieja novedad: son tertulias. Generalmente, las verdades periodísticas son efímeras, pero esta ha sobrevivido el paso de las décadas sin perder su expresión espontánea y su vocación de ser retrato vivo y en voz alta de los más importantes personajes locales e internacionales y un acercamiento a la cultura latinoamericana de la segunda mitad del siglo XX. Es el espíritu de la época, expresado en diálogos que dialogan entre sí, espejos de palabras que emiten sus destellos más allá de su campo de reflexión y que hacen que El café de las Cuatro sirva de testimonio vivo de una etapa extraordinaria de la literatura costarricense –de Marín Cañas a Alberto Cañas, si bien incluye contertulios mucho más recientes-, del desarrollo y consolidación del periodismo cultural en el país y del dominio absoluto de la novela latinoamericana en el contexto mundial –de Rulfo a Vargas Llosa-. El café de las Cuatro es inseparable del tiempo en que gracias a su política cultural, en la década de 1970, Costa Rica se convirtió en uno de los polos artísticos del continente. Si ahora el Estadio Nacional atrae a Lady Gaga, entonces atraíamos a Rulfo, Sábato, Cortázar, Salvador Garmendia y el poeta mexicano Carlos Pellicer y la década siguiente a Isabel Allende y Carlos Fuentes. Como algunos de ustedes sabrán, hoy mismo se celebra en Madrid el 50 aniversario del boom y nuestro volumen de conversaciones incluye a los autores paradigmáticos del grupo, con la prestigiosa excepción de Gabriel García Márquez. Pero ya el autor de El café de las Cuatro podrá contar las azarosas circunstancias por las cuales, a pesar de sus ardientes deseos, Gabo no pudo figurar en el libro ni en su salón de trofeos como entrevistado. Antes de que El café de las Cuatro se convirtiera en texto, o asumiera su forma corporal definitiva como libro, se lo escuché narrar a su autor en sus clases de periodismo, desde 1981. Para mí, por lo tanto, este es un libro de conversaciones conversado muchas veces, conversándose a sí mismo, por donde transitan con identidad propia leyendas de la oralidad nacional. Al principio fue el Verbo podríamos decir si pensamos en José Marín Cañas, José Figueres, Carmen Granados, Alberto Cañas y Joaquín Gutiérrez. Y a través de ellos viven y conviven tertulias y tertuliantes desde Vicente Castro, el Padre Arista, quien publicó La Tertulia entre 1834 y 1835, la célebre de “la ventana” –en una de las ventanas del Diario de Costa Rica, con Marín Cañas, Abelardo Bonilla, Salazar Herrera y Julián Marchena-, y la de Marín Cañas y Carlos Morales, en 1974, en La Vasconia, donde nace, por confesión propia de este último, El café de las Cuatro. Cuando se encontraba preparando la edición original de este libro, Carlos explicó que sus dos fuentes de inspiración fueron Oscar Wilde y Marín Cañas. “A Wilde no lo pude conocer”, dijo entonces, “porque seguro yo estaba muy chiquitico, pero dicen que sentarse a escucharlo era de morirse. Marín Cañas era un juego pirotécnico, una cosa impresionante. Una capacidad retórica de lujo, de super lujo. Tener el privilegio de escucharlo durante una hora o dos constituía un acto delictivo si no se compartía con otros. Por eso nace El café de las Cuatro”. El café de las Cuatro conserva la vitalidad y las características de las mejores conversaciones literarias: un gran respeto dialogante con la obra del autor entrevistado, que parte, obviamente, no solo de la simpatía, sino del conocimiento de su literatura; una profundidad que bordea la intimidad, sin caer en la frivolidad ni el amaneramiento ni el excesivo toqueteo –un contacto sin perder la sacralidad, digamos-; un sentimiento de fugacidad, de presente que se escapa en la conversación de la vida, en el encuentro efímero, en el roce temporal; y una fotografía en movimiento de la época que le dio origen y de los participantes en este ritual de las palabras. Es decir, hay campo para todos. Porque uno de los recursos estilísticos de Morales es hacer hablar a los demás y desaparecer. Como Dios –para los que creen en él-: estar y no estar. El entrevistado debe desaparecer para que aparezcan los otros. Uno de sus descubrimientos, como entrevistador-entrevistado (todo autor de entrevistas lo es), es que la tertulia no debe ser uniforme sino permitir múltiples registros, estilos y tesituras, para que el encuentro verbal no pierda vivacidad ni se reduzca al mero intercambio de expresiones. En el volumen se encuentra tanto el torrente fantástico de Cortázar, camino de escribir su célebre relato “Apocalipsis en Solentiname”, a la timidez de Isaac Felipe Azofeifa y Juan Rulfo, la delicada perspicacia de una primeriza Isabel Allende –recién publicada La casa de los espíritus-, el espectacular diálogo “al alimón” entre Joaquín Gutiérrez y Pepe Figueres –donde no se sabe quién sabe más de literatura- y la presencia de la cultura popular en la voz de Carmen Granados. Estas intervistas, vistas compartidas, entre Carlos y sus contertulios tertuliantes, tertuliosos y tertualiadores son verdaderos coloquios literarios: vamos de un continente de conocimiento a otro, de una enciclopedia personal a otra. Las respuestas son importantes, pero también las preguntas, y unas y otras forman un entramado que permite aproximarnos a la vida y a la obra de los autores retratados por sus palabras. Y reconstruyen el fluir vital del escritor y de su obra entremezclándolo con lo que está imbuida la vida de un escritor, de cultura, de literatura, de citas, de referencias, de imágenes, de otros escritores, de otras literaturas. El café de las Cuatro surgió en 1974, con la entrevista escandalosa a Cristián Rodríguez, que comentaré más tarde, en el suplemento Ancora del periódico La Nación. En 1976 siguió a su autor a La República y a partir de 1977 se mantuvo durante 20 años en el semanario Universidad. Sin embargo, lo que me interesa apuntar son sus dos etapas: pasó del shot al café gourmet. Se inició como un trepidante coctel de preguntas en ráfaga, unas detrás de las otras, sin dejar respiro a la víctima, y evolucionó hacia el café reposado, a la caída de la tarde, la cata de especies más selectas, la degustación de las ideas y la conversación en profundidad. En 1986, al reseñar su primera edición, dejé escrito que: “Es exagerado decir que la literatura costarricense de la década pasada se hizo en este café, lo que sí es exacto precisar es que ningún otro lugar de reunión propició tan centelleantes y provechosas discusiones sobre los temas más diversos: desde filosofía, Mesoamérica, el existencialismo y la escultura hasta la poesía, la historia, la política y los personajes de Carmen Granados. El revoltijo parece ser un tanto caótico. Lo es y no lo es. El café de las Cuatro es un libro, una unidad, un compacto espejo de artistas y escritores. Es reunión en la diversidad, una obra colectiva en la que el entrevistador-entrevistado a ratos desaparece y luego vuelve a aparecer”. Lo que quise decir es que los cafés del Café repercutieron en la opinión pública y nunca pasaron inadvertidos. Por citar uno que me atañe directamente, cuando Isaac Felipe Azofeifa declaró en 1981 que “Los poetas jóvenes están cada vez más perdidos” hubo una revolución. De esa afirmación surgió al año siguiente Antología de una generación dispersa (Editorial Costa Rica, 1982), que incluye a los autores más importantes de la década –como Mía Gallegos, Ana Istarú y Osvaldo Sauma- y que, a pesar de las excepciones señaladas, confirma la apreciación de don Isaac. El encuentro dedicado a Carlos Catania, con motivo de su partida de Costa Rica, en 1985, dio lugar a una polémica entre él y Joaquín Gutiérrez –o a una no polémica, como muchas veces ocurre en Costa Rica-, con alusiones incluidas a la obra narrativa de Calufa y descalificativos personales. A la postre, yo también salí atollado. Otras tertulias polémicas desde el título fueron las de Sábato (“Es una falacia asumir que un fusil es más que un libro”) y, en especial, la de Vargas Llosa (“El escritor no puede ser indiferente a las dictaduras o a la injusticia”). En 1981, al principio de la revolución sandinista, cada movimiento del futuro premio Nobel de Literatura era seguido con lupa por la izquierda y la derecha y su visita a Costa Rica no pasó inadvertida. Pero el café explosivo por excelencia sigue siendo el del erudito y enciclopedista Cristián Rodríguez, a quien Carlos recuerda como un “anarco sindicalista ponebombas”. El Café de las Cuatro casi nació muerto en su primera round al titular con una frase de Rodríguez: “Soy ateo desde los nueve años y no creo en la inmortalidad”. Por supuesto, la escogencia del entrevistado no fue azarosa sino con premeditación y alevosía para causar el mayor daño posible en la opinión pública. El resultado superó las expectativas y aún meses después de publicada la entrevista seguían lloviendo cartas indignadas de beatas compungidas y sacerdotes iracundos a la redacción de La Nación, hasta que formalmente Guido Fernández anunció que no publicaría una sola queja más. Esa era la mezcla indispensable de provocación y sarcasmo para un café cargado con pólvora. Siendo estudiante de periodismo tuve la dicha de escuchar e interrumpir algunos de estos encuentros y la desdicha de transcribir algunos, lo cual no era fácil con los micrófonos, grabadoras y casetes de la época. Reconstruir el hilo de una voz en medio de un enjambre de voces, en la década de 1980, era como enhebrar una aguja a ciegas, sobre todo cuando se enredaba el casete o los ruidos y los silencios de unos se completaban con los de otros. Capturar una niebla de palabras con ayuda de una red para cazar mariposas. El esfuerzo siempre valió la pena. 27 años después, esta segunda edición, devotamente cuidada, corregida y ampliada, demuestra que sigue valiendo la pena. |
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InformaciónEsta página del escritor costarricense Carlos Morales fue inicialmente confeccionada a partir de una bio-bibliografía realizada, para la Escuela de Bibliotecología de la Universidad de Costa Rica, por la entonces alumna Ana Ruth Sanabria Méndez, en mayo de 2001. Con el paso de los años, se le agregaron otros contenidos y se ha actualizado con la obra periodística y literaria del autor.
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