En medio de frondoso bosque de robles y nogales, está la biblioteca pública de Chapel Hill en Carolina del Norte. Por Carlos Morales La muerte del libro la han decretado tanto, tantas veces, y por tantas décadas, que ya no la puedo creer. Y por el contrario, tiendo a pensar que ese objeto sólido, paralelepípedo, tridimensional y de exquisito aroma a bosque, a vida, ya fue inmortal desde que nació en los papiros de Egipto, en las letras móviles de Güttenberg o más atrás, en las caligrafías de la dinastía Shoang. Según estadísticas de la UNESCO, hoy se imprimen al año 2.200.000 títulos en todos los idiomas, y la cifra aumenta en millares cada día; por lo que hemos de suponer que en algún rincón habrán de guarecerse esas obras para salvarse del ucase muchas veces cantado por los pesimistas. Ese refugio son –y serán– las bibliotecas. Templos de poesía, de reflexión e incubación del pensamiento que resguardan sacerdotes y sacerdotisas vocacionales, como en los laberintos del scriptoriumde la abadía de Melk, inventada por el célebre Umberto Eco. O en otra famosa que conocí en Oporto y que me dicen aparece en la película Harry Potter. En Costa Rica hay poca reverencia hacia el libro y si acaso, en la Feria de la aduana, en agosto, se despierta un mínimo interés, el cual se apaga por el resto del año, al punto de que un 60% de los compatriotas no lee ni un solo libro en toda la vuelta solar. Pero en otras naciones, generalmente las más desarrolladas y con más recursos económicos (que a la larga provienen de ese afecto), la atención dispensada a tan amable objeto es esperanzadora y muy estimulante. Recientemente hice un recorrido por varias bibliotecas de Europa y de los Estados Unidos y, en una de ellas, la de Duke University, en Carolina del Norte, no solo me encontré con la alegría de ver mis títulos digitalmente catalogados, sino que una funcionaria diligente, al notar que venía desde lejos, me dijo: –“Están en el piso 3º., en la estantería P. 8123 c. ¿No le gustaría visitarlos?”. Me quedé patitieso. Los trataba como si fueran mis hijos. Como si llevara tiempo sin verlos. Como si fueran sangre de mi sangre… Y lo mejor es que en efecto lo eran… ¿Cuándo acá? –Por supuesto que sí, le repliqué… El autor en la Academia Sueca. No andaba detrás del Nobel. Me entregó un mapa de cinco niveles, como el de El nombre de la rosa, pleno de signos, flechas y otras señas. Cada salón o acervo tiene un apellido dedicado: Perkins, Bostock, Rubistein, seguro donantes. Y agarramos el ascensor, con mi esposa y mi sobrina, a ver cómo estaban los muchachos. Estaban orondos y saludables, pero solo había uno en ese estante… Aunque era el espacio para El café de las cuatro(EUNED 2014), solo estaba el tomo II, pues alguien habría emprestado el primero. O lo habrán sacado a pasear… Tal vez en otra visita conyugal lo saludaremos. Un día después, en la bellísima biblioteca pública de Chapel Hill, a unos veinte kilómetros de Duke, en las afueras de Durham, disfruté mirando cómo dos máquinas computarizadas, con poleas y ojo electrónico, se encargaban de recoger o prestar los libros que la población, en fila, solicitaba para leer en sus casas. (¿Recuerdan aquellos préstamos a la vuelta del Morazán?). Eran varios cientos de libros de colores (800 diarios) que corrían por la banda transportadora cuyo ojo electrónico, de una vez, chequeaba, extraía y clasificaba. Era como el futuro del libro y me sentí muy estimulado, aunque no estuvieran en español ni en el Morazán. El libro no morirá, me dije, y aunque sea en las bibliotecas, y para grupos exquisitos, siempre tendrá buenos amigos. Con Tracy Babiasz en la recepción de Chapel Hill. Esta ultramoderna biblioteca de Chapel Hill está montada en un promontorio boscoso de la bella ciudad que lleva ese nombre y fue inaugurada hace cuatro años, porque la demanda era mucha y el viejo local del centro resultó pequeño. Se construyó gracias al empeño de una donante, una bibliotecaria enamorada de los libros que pensaba en el futuro de sus jóvenes y niños visitantes. Hoy la maneja una fundación de vecinos. Resulta espectacular: con salas para los menores, centro de computadoras, sala de audiovisuales, sillón para leer periódicos, audio-libros, ventanales con vista al bosque de robles y arces, luz natural por cuatro costados y todo en una sola planta. Una caricia para el intelecto, para la paz, para la poesía. Todos los servicios son gratuitos y los financia la comunidad con algún apoyo municipal. Se puede ver en Internet: chapelhillpubliclibrary.org. Recuperé la fe en el libro y me alegré de hacerle caso a mi buen amigo el escritor Francisco Garzón Céspedes, quien desde hace 40 años me dijo: – Tienes que tener tus libros en las grandes bibliotecas, porque ahí es donde se guarda la memoria, ahí es donde los quieren. Reviso ahora en Google y me los topo en la nueva de Alejandría, en Boston, en la NYPL, en el museo Pompidou, en la Academia Sueca, en el Capitolio, en Berkeley, en la Nacional de España, en Oslo, en México; donde seguro los chinearán tanto como en Duke y Chapel Hill. Cualquiera se envanece, ¿verdad?. ¡Qué vivan mucho las bibliotecas! Hoy me han sacado del pesimismo. María Quirós y Lorena Salazar en el acervo de Duke Library le hicieron visita a El Café de las Cuatro II.
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Por una bio-pic del autor haga clic
InformaciónEsta página del escritor costarricense Carlos Morales fue inicialmente confeccionada a partir de una bio-bibliografía realizada, para la Escuela de Bibliotecología de la Universidad de Costa Rica, por la entonces alumna Ana Ruth Sanabria Méndez, en mayo de 2001. Con el paso de los años, se le agregaron otros contenidos y se ha actualizado con la obra periodística y literaria del autor.
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